Cuando era pequeño, no superaría los 8 años, seguro que ni llegaba a los 7, recuerdo que el objeto que más me impresionaba eran, las pinzas de la ropa.
Eran objetos llenos de magia y misterio, porque dos piezas de madera unidas a ese metal que tenían entre ellas, cuando conseguía abrirlas y meter mi dedo dentro, el dolor que recuerdo era enorme, y a demás servían para que el viento no se llevara la ropa que se tendía, unas veces era mi madre y otras eran otras personas, normalmente mujeres, no recuerdo hombres.
Yo vivía en un quinto piso y teníamos lavadora, pero me encantaba ver cómo sacaban la ropa de esa máquina y prenda a prenda ir encaminándolas en la línea de tendedero, sujetando cada una con dos o tres pinzas, o incluso cuatro cuando eran sábanas, según su longitud.
A veces, por el motivo que fuera, que yo no imaginaba, alguna de las piezas de madera conseguía liberarse de su unión metálica, y se podía volver a colocar, quien tuviera fuerza y sabiduría porque yo no, y como si nada, volvía a ser esa cosa maravillosa que en mi mente era una fantasía llena de magia.
Yo no sabía de dónde salía esa tremenda fuerza que para mi tenían esas maderas, y que gracias a la pieza metálica que las unía, eran domadas para que hicieran lo que tenían que hacer, pero que si no lo hacías bien entonces las maderas se encargarían de hacerte saber de su mágica fuerza, y ¡vaya que si dolía! en el dedo, en la oreja o en la nariz, y cuando te pellizcabas la piel del brazo o las piernas, eso era mucho peor! A veces me pellizcaba entre la madera y el metal, eso dejaba un pellizco visible muy doloroso.
Más a delante hasta aprendí a fabricar lanzapiedras sujetando la pinza en un extremo de un palo recto, con una púa o pegamento, y en el otro extremo colocando una goma elástica, que al tensarla, la fuerza de la pinza sujetaría la piedra, hasta el emocionante momento de presionar la pinza y liberar la munición que saldría disparada hasta impactar con el contrincante. La mayoría de las veces no llegaba a dar a nadie porque en el fragor de la lid, era muy difícil apuntar correctamente. En realidad nunca le puse nombre a ese arma, creo que todos la llamábamos escopeta o algo así, en mi imaginario lo tengo asociado a ese nombre. Ahora que lo pienso, en realidad nunca llegué a jugar a eso, pero lo recuerdo porque otros sí lo hacían. Yo fabricaba esta arma para apuntar al suelo o algún bicho, porque ellos si que se lo merecían, sobre todo los alacranes y las arañas. Por cierto, nunca tuve puntería.
Ahora ya lo sé, es un muelle el que hace la fuerza, y no las piezas de maderas que actúan como palancas, pero entonces me parecía, dentro de mi infante imaginación, mágico.
De hecho, ahora cuando tiendo la ropa yo, porque yo tiendo ropa como toda persona que se precie, me viene a la cabeza esta historia que, quizá me marcó por la intensidad con la que lo viví en mi imaginación generándome un sentimiento que aún perdura. Como es natural, ahora creo que las pinzas de ahora son peores porque a penas hacen presión, pero igual es porque la emoción que yo sentía en aquellos momentos de mi infancia me embargaba con tal intensidad que me lo marcó con una tinta indeleble mi ser y, aunque ya soy muy mayor, no paro de hablarles a las pinzas cuando sujeto las piezas de ropa, y las escucho para comprender si harán bien o no el cometido que les encomiendo dentro de las circunstancias de viento a las que tendrán que someterse.
Sobre todo para no perder yo mis prendas, pero, cuando alguna pinza se desmonta, porque ya tengo mucha fuerza en los dedos y a veces las desmonto sin darme cuenta, entra en mí un cierto sentimiento de pesar por haberle despojado de su dignísima función, ya sabes, domar a las piezas de madera que le dan su maravillosa forma.
Bueno, qué cosas, ¿verdad?
¿A que las pinzas de ahora son peores que las de antes?
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